Otra vez
— ¡Que
alguien me ayude! —gritó
entre sollozos y dolor.
La
sangre que brotaba de sus manos había creado sendos charcos en el
suelo. Sus piernas, al menos, eran aún libres. No sería necesario,
habían dicho. No pasaría de aquella noche.
Si
alguien la había escuchado, no lo hizo notar. A su alrededor, a
cierta distancia, se hallaban varios soldados que la custodiaban. No
podría decirse que todos estuviesen realizando correctamente su
trabajo: varios yacían durmiendo en el suelo, probablemente rendidos
por el cansancio. Uno de los que quedaban despiertos se acercó
pesadamente a ella.
—
Cállate.
Este es tu castigo por no reconocer lo que hiciste.
—
Ya
os he dicho un... millón de veces que... yo no fui —se defendió
ella entre jadeos. Empezaba a costarle respirar.
—
Pues
ahí te quedas —respondió el soldado impasible mientras se alejaba
de vuelta a su posición. El agotamiento también le fue venciendo
lentamente, hasta sumirse en un ligero sueño.
Ya
no quedaba nadie que pudiera vigilarla. Tampoco importaba realmente,
ya que era imposible que escapara en esas condiciones. Un joven se
acercó tímidamente a ella.
—
Lo
siento, Diane. No he podido hacerlo.
—
Querrás
decir que no has querido —replicó la condenada—. Ambos sabemos
perfectamente que podías.
Él
comenzó a sollozar.
—
S-supongo...
sé que no tengo excusa. Es que... sentía miedo. Pensé que, si te
ayudaba, iba a ser yo quien estuviese en tu lugar, y...
—
Ya
te dije que eso no iba a ocurrir. Te lo prometí. Y sabes que no
prometo nada sin una buena razón.
—
Pero
esta vez era diferente. Por más que lo pensé, por más que
reflexioné sobre ello, no encontré ninguna manera de que pudieras
salvarme.
—
Te
lo prometí —repitió ella—, y no has confiado en mí.
—
De
veras que lo siento, Diane. Perdóname. Yo te amo.
—
¿Y
de qué me sirve tu amor? —cada vez estaba más furiosa. No solo
eso; parecía que recobraba vida poco a poco. Él comenzó a
asustarse.
—
Diane,
¿qué te está pasando?
El
soldado que le había hablado se despertó por un momento, quizá
debido a la conversación, quizá debido a una extraña luz que se
desvaneció rápidamente y cuya procedencia no llegó a averiguar. Le
pareció que los clavos de las manos de Diane habían desaparecido,
pero supuso que sería simplemente debido a la oscuridad y no tardó
en volverse a dormir.
Diane
no respondió. A pesar de no estar ya sujeta a nada, seguía allí,
flotando sobre el suelo.
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Cuando
los reclutas del turno de mañana llegaron para tomar el relevo no
podían creer lo que estaban viendo. Todos los soldados estaban
tendidos en el suelo y en la cruz no se hallaba Diane, sino el joven
que había hablado con ella la noche anterior. Todos estaban muertos.
Las ropas de Diane estaban al pie de la cruz, pero ella había
desaparecido.
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—
Bien
hecho, Diane. Sigue así. No pares hasta encontrar a alguien que te
ame de verdad, tanto como para dar su vida por ti. Solo esa persona
merecerá tu salvación.
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