Nosotros también lloramos

No cabíamos en el camión.

De repente, de un día para el otro, en mitad de una tormenta nos obligaron a entrar en un vehículo. Los que pensábamos que eran nuestros amigos, nuestra familia, se comportaban de un modo muy extraño. No sabíamos qué estaba ocurriendo.

Siempre que había lluvia nos colocaban debajo de unas casetas de madera y nos encerraban para que nos durmiéramos. No teníamos mucha comida, pero estábamos todos juntos, en comunidad. No teníamos una mala vida, pero tampoco habíamos conocido nada mejor. 

Ese día era extraño porque estábamos todos apiñados, como si tuvieran que llevarnos a todos de golpe. No nos habían dejado ponernos donde queríamos, estábamos encerrados en jaulas de metal y a mi alrededor no había nadie conocido. Todos gritamos al principio, pero luego nos acostumbramos. Había unas ranuras en las paredes que dejaban entrar algo de aire. Yo estaba pegado a una, así que podía ver cómo nos alejábamos del prado.

Al cabo de un rato todo se calmó. Estábamos incómodos pero nos acostumbramos a ello. Muchos de los nuestros se pusieron a dormir, pero yo estaba inquieto. ¿Adónde nos llevaban?

Tenía la total seguridad de que mis hijos tenían que estar conmigo, y había visto a dos de mis mujeres obligadas a subir al vehículo. 

Cuando pasaron diez horas nos bajaron. Uno por uno, correteábamos fuera. Teníamos que hacer nuestras necesidades, pero no estábamos al aire libre. Estábamos en una especie de pabellón de cemento y maquinaria de metal. Ahí nos transportaron a otras jaulas. Me sentaron en una silla que retenía mi cuello hacia arriba, de una manera muy incómoda. Al instante, empezaron a salirme rozaduras por el mentón. Cuando cerraron el collar que me sujetaba, me pillaron una oreja y eso hizo que soltara un chillido de dolor.

¿Qué estaba pasando?

Cuando estábamos todos sentados apagaron las luces y nos dejaron en esa posición y sin comer durante un día entero. No pude dormir en lo que quedaba de noche, así que vi cómo salía el sol a través de unas ventanas muy sucias. 

A medida que el pabellón quedaba iluminado, el suelo y las paredes se teñían de un brillo rojizo. No éramos los primeros que habíamos estado ahí, ni tampoco íbamos a ser los últimos. Un hombre abrió una persiana que hizo mucho ruido y muchos de nosotros empezamos a gritar. La luz que entró por la gran puerta hizo que pudiera ver la escena con claridad: estábamos todos en la misma posición, y veía a muchos de mis hijos llorar.

De repente un joven se puso delante de mí, sujetando unas pinzas afiladas que parecían unas tijeras enormes.

– No te lo pienses Jack, tenemos mucho trabajo hoy. – dijo el hombre que había abierto la persiana al joven. – Tienes que mirar que tenga el cuello bien presionado y juntar rápidamente las pinzas. Luego, le metes un golpetazo con la palma de la mano y verás que la carótida suelta un chorrazo de sangre. Tranquilo, que luego de un manguerazo se limpia rápido. Si ves que no te lo has cargado a la primera, le vuelves a dar. Si sigue gritando, dale un martillazo en la cabeza para que se calle. – repitió el señor.

– Pero papá, es que no quiero hacer eso – dijo el joven. 

– Ya Jack, pero piensa que sólo es un cerdo.

¿Y qué más daba? Es verdad que yo era un cerdo, pero estaba llorando. Mis ojos lloraban lágrimas como las de ellos. Mis orejas escuchaban lo mismo que las suyas. Yo también era padre. Yo también comía, dormía, corría, me ponía contento. Me gustaba oler el césped después de la lluvia o echarme en el prado a mirar el cielo y las nubes. Me gustaba jugar con mi familia y revolcarme por la naturaleza. Yo también sentía cada una de las cosas que se me clavaban, yo también estaba asustado, yo también tenía miedo. Pero sólo era un cerdo. 

El chico vaciló. Dejó las pinzas en el suelo. Él también lloraba.

Por un momento pensé que me dejaría marchar, que comprendía que no éramos tan diferentes. Me imaginé corriendo semanas por una carretera hasta llegar a mi prado y beber de mi charco. 


Pero entonces el padre del muchacho me propinó un martillazo en la cabeza y todos mis pensamientos y mi universo desaparecieron con una frase retumbando por todo el pabellón: “Sólo es un cerdo”. 


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