Deidad Sideral

Ya había pasado la medianoche del 31 de diciembre de 2016 y Catherine aún estaba despierta. Mientras todas las familias de la calle Pittsburg celebraban las campanadas y la entrada a un nuevo año, Catherine lloraba en su cama con un frasco de antidepresivos en la mano. 

«Una cantidad igual o superior a cuatro pastillas provoca una sobredosis mortal. Eso es lo que necesito. Ya no puedo seguir con esto»

Catherine era una chica de 16 años que había perdido a su madre en un accidente de coche hacía poco más de un año, el día de su cumpleaños. La causa: un conductor de camión ebrio que la arrolló mientras iba a comprar la tarta de su hija. Murió al instante del impacto.

Pero desde entonces había otro ebrio en la historia. Lindbeck, el padre de Catherine, tampoco había podido superar la muerte de su esposa. Tras el trágico accidente se había volcado en un consumo de alcohol que provocó la pérdida de su empleo, el abandono de su hijo mayor y la depresión de su hija pequeña.

«Tan solo cuatro pastillas terminarán con todo este sufrimiento»

La adolescencia era una época complicada, pero con el agravio de una pérdida tan importante se convirtió en un infierno. Así lo sentía Catherine. Su madre era el centro de su mundo, su amiga, su consejera, un apoyo fundamental en la vida de una chica poco corriente y desplazada de la sociedad. 

Todo aquel apoyo que la madre de Catherine daba a su hija era el único hilo conductor de una juventud desdichada, sin amigos y rodeada de hombres insensibles, los que convivían con ellas en casa. Pero el pulso de la vida lo ganó la soledad en el momento en que su madre fue arrastrada a la muerte.

«Una, dos, tres y cuatro. Y una más, hacen cinco pastillas». Catherine sujetaba los medicamentos en su mano. 

Y en un segundo, se tragó los cinco antidepresivos sin nada de agua. Ya no había marcha atrás. Las pastillas resbalaron por su garganta como si fueran caramelos. Ella ya podía descansar. Pronto se reencontraría con su madre.

Pero no de la manera en que pensaba.

Un temblor sacudió la calle Pittsburg. Apenas duró tres segundos. Todo el barullo del pueblo se silenció repentinamente. Entonces un terremoto empezó a romperlo todo. Los cristales de las ventanas estallaron y los cuadros de las paredes cayeron al suelo. Las estanterías se destrozaron y los cajones de la mesilla de noche de Catherine salieron del mueble y cayeron por el suelo.

Por la ventana entró un aire gélido y, de repente, de la luna llena y brillante salió disparado un rayo que cegó a Catherine. El impacto contra el suelo produjo una gran grieta que dividió en dos la calzada de la calle y el temblor aumentó de tal manera que todo empezó a destruirse. Las paredes de la casa se hicieron trizas y los demás bloques y patios que se veían desde la ventana empezaron a agrietarse y caer en un profundo abismo. 

En un minuto no quedaba nada. Todo se había fragmentado. la luna cada vez brillaba más, y Catherine se dio cuenta de que no existía su casa, no había suelo. Ella estaba flotando en la nada, en la oscuridad del espacio. Sólo quedaba la luna. Los coches, las casas, el pavimento… Todo se había convertido en piedras y polvo, y poco a poco se habían desintegrado en el vacío.

Detrás de la luna se encontraba el sol. Poco a poco, pero realmente más allá de la velocidad de la luz, el astro empezó a engrandecer, lo que significaba que Catherine se acercaba a éste. Casi sin darse cuenta, mirara por donde mirara, la chica estaba rodeada por el sol y la luna, en medio del espacio. Ya no había sólo oscuridad a su alrededor, sino que las galaxias y las estrellas brillaban a su lado. Era una imagen preciosa.

Y de repente surgió esa voz.

«Hay algo más allá del mundo terrenal. Algo más allá de lo que las personas pueden llegar a imaginar. Más lejos de la luna, más lejos del sol, mucho más lejos de todas las galaxias descubiertas y por descubrir. Mucho más lejos aún que la creación. Y eso, soy yo.»

Catherine no podía decir nada. No había nada delante de ella. ¿O sí? Todo ese conjunto de planetas, estrellas, luces, oscuridad, sensaciones… ¿Era eso lo que se dirigía a ella?

«Algunos me consideran un Dios. Otros simplemente niegan mi existencia. El Universo es mi creación, y tú eres parte de mí. Yo soy quien elijo a mis súbditos, a los elementos que viven y a los elementos que mueren. Y yo no te he hecho desaparecer.»

«Pero no soy nadie sin ella», pensó Catherine.

«¡Basta!», exclamó la voz. «Todo ocurre por alguna razón, todo lo que puedas imaginar tiene un sentido. Ahora, cierra los ojos y siente». 

Entonces, Catherine cerró los ojos y sintió ese olor. Era el perfume de su madre. La mujer la cogió de las manos y le acarició el rostro. Era una imagen única en el universo, la del amor de una madre. Pero no pudo aguantar más y abrió los ojos.

Entonces, una luz blanca penetró con fuerza en la mirada de la chica. No veía nada. Ya no sentía a nadie. Volvió a cerrar los ojos. Los volvió a abrir. Y ahí estaba. En su cama. Con su casa intacta, con la gente celebrando en la calle. 

Entonces escuchó a la voz por última vez en su vida. 

«Si te preguntas si esto sólo ha pasado dentro de tu cabeza, eso no significa que no haya sido real».


Entonces notó una sensación de ardor en su mano. Las cinco pastillas volvían a estar ahí. Pero ya no le hacían falta. 

Historia inspirada escuchando la canción Hyperballad de Björk. Mención especial a Albus Dumbledore y sus célebres citas.

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